Para leer es obligatorio escuchar Time on My Hands - Billie Holiday
"No se escucha, se siente. La muerte es muy parecida a un parpadeo." -D.
Entre el café hirviendo y el frío de la madrugada sólo se
interponía su cuerpo, y temblaba. La cobija era un intento inútil de engañar al
clima. Debía ser la temporada. En algún momento tocarían a la puerta,
deslizarían el correo por debajo y quizás algún diario. Tocarían, deslizarían.
Ellos, los de afuera, los que no tenían acceso a su universo privado. El
universo consistía en un par de sillas con los cojines roídos, el tocadiscos y
el colchón, la estufilla y el baño. Sería él acaso el de afuera, el que no
tenía acceso al universo común a todos los habitantes de los otros universos
del edificio. Su ático, su universo. El edificio, el vacío.
Mirar hacia el vacío por la madrugada le cocía los ojos. El
sol desperezándose entre las sábanas tendidas en las otras azoteas, y las
mariposas heladas caminándole por la piel que sobresalía del cobertor.
Disfrutar el frío de la mañana era necesario ya que el resto del día parecería
un horno y se vería obligado a vagar por las calles en busca de algún conocido
que le invitase una copa, un cigarrillo, un abrazo. Hacía tanto que no sentía
el calor de un abrazo. El café se había derramado en la estufa.
Se acomodó en el balcón que miraba hacia el vacío contiguo.
En una de las ventanas podía admirarse perfectamente el cuerpo de su vecina
bailando al ritmo de música vieja, tan contrastante. Su vecina la loca, sumida
en el vacío luminoso dentro del cual le
sorprendió mirando. No se asustó, no le maldijo, sólo le miró. Le dijo de
manera transparente lo que haría en el día, lo que haría toda su vida y toda su
muerte, el diálogo constantemente entrecortado por unos milisegundos de
negrura.
Por la noche quizás se vería a los amigos de la vecina loca
pasearse por el universo, tarareando las mismas melodías de antaño, chocando
copas sin espuma y aflorando dentaduras de lo lindo. Qué asqueroso le parecía
el espectáculo. La vecina se hallaba mejor sola con su locura.
En algún momento tocarían la puerta. Pero se equivocaba,
nadie laboraba. Fue a coger otra taza de café, medio vivo y medio muerto en la
estufa. El ojo en la ventana, la mano en el cadáver y la boca saboreando el
café. Cualquier cosa menos compartir velada con los amigos de la loca. A fin de
cuentas nadie estaba loco.
Podría navajearse la cara para lucir presentable, comprar
unas hierbas e ir a tocar a la puerta de la loca para invitarla a dar un paseo,
sería lindo. Divagarían por allí un rato y luego, el café estaría listo. Se
habría derramado, y en algún momento tocarían la puerta, dejarían el correo y
quizás el diario. Ellos, los de afuera, los que no están locos.
Se acomodarían en el balcón mirando el vacío, sentirían que
el vacío les regresa la mirada, que los engulle y los absorbe como el café
muerto a las entrañas que gritan de hambre, y el café vivo los observaría
observar que son observados. Su universo se contraería hasta formar una pequeña
masa del tamaño de una pelotita de golf de color extraño, luego se la comerían
y la vomitarían por los ojos. Disfrutarían del paseo de las mariposas heladas
por la piel y luego las aplastarían entre los dos, pisándolas con amor,
buscando entre la basura cósmica otras masas amorfas que comerse, océanos rojos
o cigarrillos, sólo eso. Entonces el espacio entre espacios se achicó, y los
dos universos se unieron, no hubo retroceso ni avance durante unos segundos. La
respiración se hizo molesta, un choque eléctrico, estática y el conjunto de
manos los jalaron hacia el centro. El café se había derramado en la estufa y
los de afuera, los que no están locos, no lo entenderían jamás.
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