El Pintor (Última parte)

Author: Devendrah /



"Era tanta su alma que sintió la necesidad de dejarla en otro lado" -D.



Otro escalofrío y una sacudida involuntaria al intentar reprimirlo. No, debía controlarse. Un frío en la nuca. El vestido comenzó a caerse a pedazos como podrido, la cara sin ojos despertando, moviéndose frenética en un intento de liberarse del lienzo que la aprisionaba. Las garras de mármol se extendieron en vano para alcanzarle la cara, pero su corazón se encogió de horror. Los cabellos negros volaron fuera del cuadro. Una vez más la lámpara comenzó a oscilar sobre su cabeza haciendo un ruido que parecía eterno fulgurar de isótopo. Su tímpano se dividió en mil y cada trozo voló y se posó en la palma abierta de la mujer del cuadro. El retrato de los ojos presenciaba la escena desde su cristal, inmune. Los demonios volvieron y le apuñalaban la cabeza desde dentro. La caja, el arcón, la promesa. Corrió hacia la habitación y abrió el baúl. Revolvió ropas de encaje, pañuelos de seda, telas extrañas con estampados gitanos y cuando por fin halló la cajita se le escapó de las manos y fue a dar a un rincón, debajo de la mesa de siete patas con la vela eje y el mantel giratorio, una naturaleza muerta tan viva.
-¡Edvard!
Una mujer de dos cabezas se hallaba cómodamente instalada en el sillón carmín mientras su hija miraba por la ventana el ocaso de las almas, los cuatro ojos observaban tranquilamente el rostro de un René que no era una pipa.
-Ese vestido no le pertenece- susurró él, presa del miedo -¿Qué hace usted con ese vestido puesto? ¿No ve usted que el ocaso se acerca y las flores están a punto de levantarse de sus aposentos? ¡Mujer, levántese y deje ese vestido, que no le pertenece! Las arañas vienen, puedo escuchar sus patas como pequeñas agujas perforando el pavimento. Y las estrellas se han caído del cielo, rodando desde el infinito obscuro envueltas en llamas. Fuego que vuela, árboles de manzanas celestes, hojas de plata.

La mujer se arrancó el vestido de un arañazo y dejó al descubierto su cuerpo de Vesalio. Los músculos colgándole de los huesos como retrato suave necesitado de muletas. Se contorsionó y las fibras le sangraron una por una, desprendiéndose con ritmo de violín muerto, Balakirev ahogándolo con Cziffra. Una, dos, tres gotas de sangre. Una, dos de bilis. Una, dos, tres lágrimas. Como si el fantasma de Beethoven flotara a su alrededor, la niebla de Elisa asfixiándolo con un olor dulce y el veneno. Elisa volviendo de la muerte, Camille disolviendo su mortaja, Grosz sonriendo al final del túnel.
-Te amo.

La pincelada final, una escala atonal y mil cuervos rodeando su mano con la paleta pegada. La mujer de la fotografía desaparece por completo, la casa en llamas y el cuadro mirándole desde una eternidad lejana. Esos ojos muertos que regresaron de la tierra y los gusanos, hijos de la podredumbre. Baudelaire y sus putas brindando por el retorno de la hija pródiga de los infiernos. El fuego lamiendo dulcemente sa peau qui ne sent plus à cause de la doleur para arrebatarle la vida a fuerza de llagas y otorgársela al retrato. La cera se despega del lienzo. ¿Cera? Lucha por revivir, revuelve mundos y debe saldar la deuda, los ojos no son los mismos. Después de la tumba, jamás lo son. Tienen el mismo color, las mismas pestañas, la misma vida, pero no los ha creado el mismo pintor. La piel se estira y colapsa. Un ente de café llena el techo y él no puede despegar la mirada de su propia piel carbonizada. Asciende al averno y mira a los ojos del infinito, éste le da la espalda.

 El pintor ha muerto y no ha muerto. Su cadáver ciego se arrastra por las calles pidiendo un poco de agua y la gente se retira con asco. Es un remedo de patata quemada que aguarda, sin éxito, en las esquinas a sentir un poco de frío o calor. De pronto escucha unas pisadas conocidas, no puede ver los pies pero sabe de quién se trata. Ella no se aleja volteando la cabeza, no le da agua ni le propina una patada, ella sólo se detiene frente a él envuelta en pieles y, ante semejante circo ambulante, ríe eternamente. El eco perdura en los tímpanos del pintor, la sonrisa en los labios de ella. El castigo por revivirla, el premio por hechizarlo; el lienzo ha dejado de ser blanco.





Imágenes:
Personaje. 1961. Remedios Varo
Street Scene. 1925. George Grosz.