La grande terreur

Author: Devendrah / Pequeñas memorias: , ,




 "Liberté, egalité, fraternité" Devise de la République Francaise.



Decidí que les contaría todo. Absolutamente todo. Les llamé y les pedí que nos reuniéramos en el lugar de siempre, cercano a nosotros, con precios accesibles y cerveza a montones. El humo de los cigarrillos iba metiéndosenos en los ojos y salía de nuestras bocas ya como si nosotros mismos hubiésemos fumado. Aún no encendíamos los cigarros propios y ya sentíamos los pulmones henchidos de nicotina.
Las bancas de madera aplastaban nuestras nalgas de manera inclemente, pero entre más alcohol ingeríamos más suaves se volvían hasta que vimos el tugurio transformado en el antro de más caché de la ciudad. Mesas de cristal con tragos de colores, luces de neón y láseres, chicas guapas en minifalda brillosa y entallada con sus más altos tacones para no poder más que bailar en un solo lugar, moviendo los brazos y tocándose el pelo. A mi lado había una de ellas con sus amigas, sostenían las cervezas en lo alto, como esperando que llegara un pájaro y bebiera de ellas. Las chicas de los antros de mala muerte son siempre como las fuentes del Olimpo, borrosas como ellas mismas, Afroditas de látex con pastillas azules en la laringe. Agitaban los brazos, buscando un avión cuyo aterrizaje dirigir, jalaban mechones de cabello para provocar y abrían las bocas en espera de un amante furtivo, ebrio y sensual. Una de ellas se acercó tambaleándose a pedir un encendedor, en el camino tiró la mitad del contenido de su vaso y se agachó unos segundos a mirarlo, dejando a la vista su espalda entera. La blusa que usaba era de lentejuelas rosas y sólo le cubría el torso, anudándose con un hilo microscópico en la parte de atrás. Con esfuerzos inhumanos llegó a nuestra mesa y descubrió que había perdido el cigarrillo en el trayecto, me compadecí de ella y le ofrecí uno de los míos, a lo que respondió “No fumo, gracias”. Me encogí de hombros y continué charlando con mis compañeros, pero tocó mi hombro y me preguntó por alguien, un nombre impronunciable o mal pronunciado debido a su embriaguez. Le respondí con naturalidad que se encontraba en el baño y que esperaba que fuera a buscarle, y ella partió dando tumbos contra la gente y las paredes. No supe qué resultó de la travesía de la chica de la blusa de lentejuelas rosas, nunca la miré volver.


Volví a la plática con lentejuelas rosas en los ojos y ni un solo cigarrillo en el bolsillo. Quedaba media botella de cerveza y la apuré con los ojos abiertos. El resto seguía hablando y riendo, como si la noche fuera totalmente suya y las luces verdes no les perforara la piel como a mí, como si no se derritieran como yo. Algunas veces, cuando me estoy quedando dormido, siento cómo mi cuerpo va derritiéndose y expandiéndose por la cama, cómo inunda la habitación y sólo quedan de mí los ojos y el esqueleto. De pronto, mi esqueleto se levanta y mete la mano en mi yo derretido, como si comprobase la tibieza del agua de una piscina, como si meditara sobre si es la temperatura ideal para meterse a la tina de baño, y decide no hacerlo. En su lugar, emprende el vuelo y recorre la ciudad disfrazado de nube, mira salir la Luna de entre un horizonte esponjoso y negro, roza los árboles y los que escuchan las hojas chocar creen que es sólo el viento. Mientras duerme mi cuerpo deshecho, esparcido por los rincones de mi habitación, se evapora y muere un poco más. Luego regresa mi osamenta y encuentra la temperatura perfecta para darse un baño, entonces se enjabona con uno de sus ojos y se va lavando poco a poco todos los sueños que tuvo alguna vez, se enjuaga con mi ser licuado del suelo y de pronto abro los ojos para observar mis manos: están completas aún. Y la luz verde del bar las hace ver extrañas e inquietas. Todos siguen hablando, siempre hablando de las mismas cosas, las mismas personas, los mismos besos y las mismas manos curiosas. Ríen. Rien à dire. Su conversación estaba totalmente basada en frases para romper el hielo y no fue difícil volver a entrar en ella, aunque no fuera lo que más quisiera en el mundo. La chica de la blusa de lentejuelas había muerto, quizás, abrazada a la taza del baño de hombres. Sobredosis. La realidad siempre es demasiado horrible para soportarla, posiblemente ni siquiera se había dado cuenta de lo insoportable que se le había vuelto la vida y sólo lo llamó cariñosamente “depresión”.


Observé las bocas llenas de espuma parlante, los vasos vacíos y reí. Al mismo tiempo, todas las caras voltearon a verme, todos los ojos recordaron mi existencia, todas las manos se apoyaron en la mesa y alguien dijo “¡Miren! ¡Sabe reír!”, y todos reímos juntos. Ellos, de mí. Yo, de todo y nada en específico. Alguien debería escribir un manual básico de supervivencia en la sociedad, no porque las reglas de convivencia no estén ya implícitas con cada apretón de manos o cada palmada en la espalda, un saludo o un gesto, una frase reconfortante; no, deberían hacer más sencilla la existencia de aquellos que ven la simplicidad de todo acto humano y les hastía, todos seríamos iguales entonces. Mientras tanto, los valores de la revolución francesa siguen muertos. También deberían revivir a Robespierre, para que arreglara un poco el desastre de este país, para que ejecutara a todos. Maximilien François Marie Isidore de Robespierre. Et les trente voix de tous les cons à mon coté étaient ces des fous, ces d’eux dont yeux connaissent la trahison. Debían perecer.

Uno de ellos volteó a verme e intentó comenzar una plática conmigo, me desagradaba su boca escupiendo a causa del exceso de alcohol ingerido, pero más aún su conversación. Comenzó hablando de cine, sintiéndose un gran conocedor del cine francés y hablando de lo espléndida que le parecía Le fabuleux destin d’Amélie Poulin y Paris, je t’aime. Me parecía normal hasta ese punto, todos hacen lo mismo. Sonreí y asentí con la cabeza, no abrí la boca en media hora. Llevar una plática a base de sonrisas y asentimientos parece sencillo, pero cuando estás en desacuerdo se torna difícil, y cuando el idiota te explica cómo La metamorfosis de Kafka se parece mucho a La mosca de David Cronenberg (esa cosa extraña de ciencia ficción de los ochenta) piensas “por supuesto, es absolutamente comparable. Así como Presunto culpable es casi una versión cinematográfica de El proceso, también de Kafka. Este hombre debería recibir un Pultizer, debería ser canonizado, debería aparecer en a revista Time”. Entonces sacas el revólver que compraste expresamente para esta situación y dejas que la ira haga ebullir tu cerebro, y antes de cometer cualquier acto imprudente te levantas, lo dejas hablando solo y vas al baño. Te lavas la cara, te miras en el espejo y sabes que no podrás evitarlo, ese hombre se ha condenado. Su imbecilidad, su esnobismo, su mera existencia estorba en la mesa o el mundo. Pero a fin de cuentas la mesa repleta es su mundo en el momento, su vida se reduce al consumo de bebidas alcohólicas, drogas y sexo. Qué más da si muere en la mesa, en la calle o en un lecho de rosas.
Salí del baño con la camisa empapada y me senté de nuevo, los observé a todos y reí de nuevo. Algún gesto en específico debí hacer para que todos me prestasen atención, levanté mi vaso y brindé por cualquier cosa. Todos aplaudieron la idea y, mientras bebían, comencé. 

“Todos ustedes, amigos míos, deben saber que hoy les pedí que vinieran porque era necesario que les expresara el profundo sentimiento que siento hacia ustedes. En lugar de citarlos en un café los cité aquí, para evitar lo impersonal de lo que estoy a punto de hacer”. Para este punto, todos habían guardado silencio y me miraban atentos. Alcé de nuevo mi vaso y todos junto conmigo, “Salud” con la otra mano empuñé el S&W 60 y le apunté al primero. Disparé. “Por su hipocresía y mi odio. ¡Salud!” Miré la sangre correr por su mejilla y sonreí un poco más. ¡Otro brindis! Una chica que hace algunos meses me rechazó intentó correr a la puerta y una bala en la espalda detuvo su marcha. Su negativa me detuvo a mí antes, estamos a mano. Su novio se abalanzó sobre el cadáver, llorando y ahí fue más sencillo dar en el blanco de su camisa sudada. “La muerte es el comienzo de la inmortalidad. ¿No quieren ser inmortales?” grité, eufórico. Disparé aún más rápido y me pareció grandiosa la ley de la física que permitió que los cuerpos no cayeran deslizándose al suelo, si no que se inclinaran sobre la mesa y derramaran la cerveza sobrante. Vidrio, cerveza y sangre. El resto de la gente continuaba bailando en la pista, sólo un mesero se acercó. Comenzó a limpiar la sangre con gesto cansado y llamó a un compañero, que barrió rápidamente los pedazos de vidrio. “Les ofrezco una disculpa por la indisposición de mis compañeros para pagar la cuenta, pero puedo dejarles mi revólver”. Aceptaron gustosos.


Salí tranquilo del bar y compré un refresco. Me lo he bebido todo ya, pero la chica de la blusa de lentejuelas acaba de salir y me ha reconocido. La blusa va cayéndosele y yo le sonrío. Tiene un cigarrillo en la mano y yo aún tengo encendedor.



Imágenes: 
Grosz, George. Metropolis. 1917.
Grosz, George. Wild West. 1916.
Grosz, George. Lovesick. 1916.

Ensayo de escritura automática, op. 1.

Author: Devendrah / Pequeñas memorias: ,

Carne sin amor mientras nadie ni nada come, todas las moscas se arremolinan alrededor del toro.  El cubil esá desprotegido cuando los ojos vuelven a mirar. Nada, nadie. Las víboras siguen allí, el nido también. Un alma que intenta salir de la puerta, por la ventana, imposible. Podrían ser pirañas. Los hotcakes nunca responden el teléfono, la ventana siempre está al lado de la puerta y la luz que entra puede cocer un huevo sin lugar a dudas. Enchiladas de sesos humanos, el jinete sin cabeza no come más que eso. Luces sin alma, sin ojos, sin patas, pero con alas, vuelan sobre límpidas palabras y agua inmóvil, oscura, que envuelve a los incautos. Comprendan que la esperma recorre los troncos de los árboles, escurre, se los traga como hiedra blanca. Una vía láctea vertical, terrenal, imbécil. Cierra los ojos sin abrir la caja de los sueños, abre la ventana sin comer aire cuando salgas. Llora y ríe al mismo tiempo, diles que están locos. Dícelos, grítalo. Interrumpe su tranquilidad, su inmovilidad, para sacarlos de la corte de los muertos sociales. Irrelevante.
Paletas de sangre con hueso como sustento y vida. Me haces falta, enfermedad, me haces mucha falta. La inspiración se fue cuando él llegó, necesidad de depresión y actitudes suicidas para inflar las cabezas de los demás para que el tiro de la pistola no falle.

Manifiesto del misántropo suicida

Author: Devendrah /

"Análisis de un cadáver y amor a primera vista. Cuéntame las diferencias, doctor." -D.

He perdido mi fe en la humanidad. Ni siquiera me molestaré en despedirme, no merecen que mi boca les profiera un Adiós; no creo que les interese, en primer lugar, la muerte de alguien que no sea ellos mismos. ¡Son tan egoístas los seres humanos! Desde el vientre materno lo son. Absorben al hermano gemelo, le arrancan los nutrientes con actitudes antropofágicas (y luego se sorprenden de las tribus que practican el canibalismo. Tan hipócritas y críticos con los que no fingen), se chupan la vida de su hermano no-nato en un afán de sobrevivir. Son tan crueles los fetos que el primero en nacer ahorca al segundo con el cordón umbilical. "Yo seré hijo único, ahí te quedas". Y luego comienzan con la hipocresía de pedir un hermanito. Pero toda esa faramalla es cobrada por la vida mediante problemas psicológicos y fisiológicos, para que después descubran que el hermano gemelo sigue presente en forma de un tumor discreto que cobra venganza y toma lo que le quitaron a él antes de nacer.

Luego crecen, los desgraciados, y pueblan el mundo con sus exhalaciones carboníferas y gritos. Exigen comodidades, atan por ellas. Hacen miserable la existencia de otros como ellos (bien merecido se lo tienen) y de otras especies que ningún perjuicio les han causado. Cuando han desarrollado plenamente su maldad, se regocijan inventándose asuntos profundos como la moralidad y la bondad natural (meros intentos de justificar sus actos). En el dado caso de que la Pacha Mama, con justa razón, intente sacudirse unos cuantos de estos seres, le son achacadas las peores intenciones y se la maldice y escupe (cuando es en ella en la que habitan, dándose el lujo de mutilarla).

Después hay algunos que para explicar todo, nombran un poder sobrenatural, un motor primero que engendró (según ellos) el Universo; y justifican cualquier evento con él, incluso su hedionda existencia. Hedionda, sí. Porque hacen que el río más claro apeste con desechos que su fisiología imperfecta se encarga de excretar mas no de eliminar, o con sustancias creadas por ellos mismos con el fin único de hacerles la vida más cómoda (sin pensar en cómo se desharán de ellas sin dañar algo).

También hay otros imbéciles que se autoproclaman el pináculo de los seres vivientes por el simple hecho de no conocer enteramente a los otros habitantes del Universo. Se creen tan sabios y poderosos, son tan ególatras que niegan la posibilidad de más vida inteligente en el Cosmos que la suya propia.
Pero después de éstos, hay otros aún peores que se hacen llamar filántropos. Van ayudando a sobrevivir a los débiles imposibilitando la mejoría de una sociedad podrida. Éstos ayudan al resto de sus congéneres bajo la bandera de la bondad, pero en el fondo es culpabilidad porque saben que su existencia (ídem) ha repercutido tanto y tan negativamente que deben hacer algo para congraciarse con el Universo, o con el ser todopoderoso (cualquiera que sea su nombre).

Existen, por supuesto, algunos otros que estúpidamente creen ayudar a recuperar el equilibrio cósmico eliminando seres al azar, con la supuesta disculpa de una enfermedad mental (cuando, per se, el ser humano vive crónicamente padeciendo de sus facultades psíquicas).

Ni qué decir de aquéllos que creen que lo que determina si su existencia vale la pena o no, es su apariencia física (¡como si fueran muy diferentes de los chimpancés cuando usan abrigos de piel!).
Estando ya cansados de ser lo mismo que todos intentan ser originales, diferenciarse. Haciendo eso, vuelven a ser todos exactamente iguales.

He llegado a la conclusión de que la existencia humana es una hipocresía en su totalidad. Me encuentro en una posición de hastío y cansancio, pero más aún, estoy disgustado e inconforme de pertenecer a una raza "racional" que finge. No quiero ya formar parte de algo que tanto repudio. Siendo así, vomito mis últimas palabras y me retiro en espera de la pronta extinción humana.

Imagen: Figure with Meat. Francis Bacon.

El Pintor (II Parte)

Author: Devendrah /

"On pourrait questionner ses larmes, parce que sa bouche ne parle que mensonges." -D.


Lamió la palma de su mano izquierda y encontró rastros de sabor a quemado y hierbas finas. Tan interesante como un bebé recién nacido entre cabezas de pescado junto al Cimitiérre des Innocents, como un Oliver Twist que no sufre, como el penúltimo azote después de mil. Miró el cielo que bajaba con parsimonia, las nubes queriendo engullirle. La extrañaba tanto… pero no lloraba, vomitaba lágrimas de sangre espiritual por los ojos. Sentía un líquido correr dentro de su ser, como si todo él estuviera hueco y hubiera dado vuelta a sus ojos para observar el interior que goteaba, como su paleta repleta de combinaciones virulentas, de colores imposibles, poco naturales. Goteaba como el óleo reducido a casi nada con aguarrás excesivo. Goteaba coágulos de él mismo, pero aún no sabía si lo hacía sólo adentro o los seguía exteriorizando. El sol le lamió la piel de las manos y decidió entrar a la casa. El lienzo observaba desde la ventana, pidiendo a gritos una prótesis.

Besó el retrato, como siempre. La admiró a medias en la fotografía y completamente en la luz de su memoria.  El vestido horrible, medio desgastado, diferente. Miró los ojos. No era así como los recordaba, en su mente tenían más vida, en la vida tenían más vida.
-Cariño, no sé pintar tus ojos- le confesó dolido-  No puedo dar a luz semejante cosa con tan sólo pigmentos.
El viento cercenó el calor de su piel y le entregó la visión. El vestido de la pintura, elegido por ella misma, ondulante sobre su cuerpo. Los brazos extendidos invitándolo al abrazo mortal.
-No. Aún no- se esfumó al contacto de las yemas de sus dedos.
Sostuvo la paleta. El reloj. Las cuatro de la madrugada. No era la hora fatídica de siempre, los ataques se habían aplazado por fin. Arañó en silencio la tela por algunas horas más hasta que se quedó dormido sobre la caja de pinturas.
En el sueño se veía inmerso en un lago tranquilo, lleno de peces de colores. El sol ¿poniéndose o despertándose? Una barca de madera en el centro del lago, una sombrilla abierta dentro de ella. Se acercó dando vueltas debajo del agua, podría respirar. Era un pez, una salmodia de inconsciencia feliz, de tranquilidad momentánea. Jugó con las burbujas y las algas mientras se dirigía hacia la embarcación, se topó con tesoros hundidos y recogió de entre ellos una pulsera de oro destinada a la dueña de la sombrilla; la de la faz velada, de los hombros desnudos y el cabello ondulante color tabaco. Estaba a punto de alcanzar la superficie cuando algo le detuvo, nada físico, un presentimiento de que olvidaba algo. Regresó y revisó entre los collares y las copas de oro. Un pequeño carrusel de oro y piedras comenzó a girar y desprendióse de él una melodía extraña, hipnotizante, macabra. Giró cada vez más de prisa aumentando el vértigo que sentía el anfibio. Un alga ató su pie derecho y una espada tapizada de esmeraldas le clavó el izquierdo a las rocas. Ahora no podía respirar bajo el agua y sintió la presión de ésta contra las costillas, los oídos y el lóbulo parietal. La desesperación de nuevo, había conseguido colarse entre sus sueños. El ataque lo hizo despertar de súbito para darse cuenta de que flotaba en el centro de la habitación mientras todo daba vueltas a su alrededor con una velocidad incalculable. La misma música del carrusel, el mismo asco extraño hacia toda la dulzura del juego y lo que representaba, la vida encerrada en la metáfora de un carrusel maldito. La imposibilidad de moverse lejos, el alga y la espada aún en sus pies, aunque invisibles, férreas. Las manos tan heladas que le era impensable moverlas, crispar los dedos parecía un acto suicida. El aire de nuevo, lleno de gotas gruesas que le lastimaban sólo los ojos. Nada.
Abrió la ventana; Monet buscando la luz, Cézanne mirando Saint Victorie, una Virgen de Rafael ascendiendo, recién salido de una espátula repleta de pintura. Entrecerró los ojos, se quedaba ciego de a poco, pero la imagen de su amor seguía allí. Una ligera sonrisa detrás del cristal, la nostalgia.
Una mancha negruzca cubrió el huevo sobre el cuello de la pintura, el cabello de nido sin urracas, un nudo de plumas de cuervo.
-Péiname-
Acarició el óleo con el pincel, alisando cada hebra de sol.
-¿De verdad quieres que lo deje así?
-Péiname- le dijo en un hilo –Haz lo que tú quieras.
Un dedo le recorrió la espalda y le provocó un escalofrío
-Cariño…- le exhaló el aire en la cara. El mismo aliento dulce de naranja, la misma fragancia de vainilla.
Pintó con los ojos cerrados y el retrato calvo y preso en el cristal observó complacido. Exprimió decenas de tubos, empalmó manchas sobre manchas, suavizó la piel del rostro y las manos del cadáver cambiaban con destreza de pincel.
Un pliegue erróneo del vestido, una arruga de más. Más pintura y un poco más de trementina. Miró el vómito aceitoso de colores en la paleta y se sumergió en él, se sintió cerúleo y oliva, titanio y siena. Corrió entre sus propios dedos enredándose entre las crestas de pigmento seco.
Cuando por fin levantó la vista y observó el lienzo quedó petrificado. La figura excelsa presidía el cuarto, su escultura de mármol sin relieve. Tan perfecta, tan pura, tan ciega. No tenía ojos.
La boca estaba curvada en el mismo susurro que le había soplado el viento, las uñas que le castigaron el rostro permanecían apacibles sobre los dedos, el velo de la tela extraña imponía. La silueta castigaba, pero no miraba.
El papel de fotografía estaba casi vacío. Tan sólo permanecían un par de ojos verdes, ojos claros y serenos, éstos parpadearon y, con ellos, el mundo entero se sumergió en penumbra.
El sol estaba a la mitad de su recorrido cuando creyó mover la mano. Sus irises se movieron desesperados sabiendo que era lo único que podían hacer. La paleta con la pintura ¿Dónde? Estaba en la azotea, cuchillo en mano. Un charco de sangre rodeábalo formando un círculo perfecto. En una esquina del tejado había una vela y un cuervo devoraba el cadáver de un gato en la opuesta. La mano cercenada le atormentaba como si tuviera un agujero por hurgarla con un picahielo, carne molida y cruda en los bordes. Tres mariposas pasaron ante él.
-Cariño mío…
Parpadeó y se halló de nuevo frente al cuadro, pinceles en mano y con la espalda dolorida como si hubiese estado agachado detallando mil horas. Miró de pronto el vestido que con esmero le había escogido y planchado sobre el cuerpo y le pareció una mortaja, una Camille Monet en su lecho de muerte, con el rostro encogido, la momia de Nefertiti atrapada en los lentes sucios de Luis Leroy.
El aliento de naranja lo rodeó una vez más con su frescura, sabía que no podría resistir mucho al nuevo ataque. Había prometido no sacar la cajita del arcón pero… el escalofrío. Debía cumplir la promesa que había exigido en articulo mortis su amor.

El Pintor (I Parte)

Author: Devendrah /

"No soy una buena razón para sacarte los ojos y, sin embargo, me gusta mirar cómo lo haces" -D.
No es necesario, pero es bueno: Béla Bártok - String Quartet No. 4, I-II



El lienzo blanco lo amenazó una vez más con su chillido malsano. El infinito lo miraba y se sintió tentado a no llevar a cabo el acto pero desistió de su cobardía. Vació el cenicero repleto en su mano y se talló la cara mientras observaba el retrato de fondo negro. Era más bella en persona y la fotografía no le hacía justicia.
La primera pincelada era como saltar al vacío. Era tan Da Vinci y tan Miguel Ángel disecando cada músculo desde la memoria.  Retratando un cadáver, asediándolo a caricias yertas. Los pies helados y la madrugada colándose por la ventana. La memoria fresca como recién enterrada, detallada como de pintor flamenco. La pincelada fatídica y el recuerdo del viejo amor. El vértigo. Interiormente se gritaba “No caigas” pero se lanzó por voluntad propia. Sus ojos esperando en el fondo del abismo, allá donde no hay tanta obscuridad y la lluvia golpea los cristales implorando rozar su tersa piel.
Desde que ella murió había decidido no contratar modelo alguna. Los moldes perduraban en el fondo de su lóbulo izquierdo, intactos, como si le hubiera arrancado la esencia al cadáver antes de enterrarlo entre flores. Era hermosa, aún muerta seguía siéndolo, con su sangre estancada en las arterias y los ojos vueltos a la nada, seguía siendo hermosa.
Había completado un fondo tenebrista siguiendo el ritmo de sus cavilaciones. Sabía exactamente de dónde provendría la luz. Miró el retrato y una brisa intempestuosa abrió la ventana para llevarle un escalofrío. Se sentó lejos para admirar el avance. Tan perfecto, el escenario de la obra quiromante que combinaba todas las artes. Pintando muertos para revivir memorias.
Un rayo seguido de un sinnúmero de pasos ligeros que inundaron la calle y ahogaron los quejidos de los vagabundos de los portales. De momento volvió la desesperación enfermiza y la ansiedad arqueó su espalda como poseyéndolo.
-No de nuevo- suspiró.
Estaba atrapado entre esas paredes con el tamaño justo para lapidarlo. Otro ataque. Se golpeó el hombro contra la mesa y la cabeza con la esquina de la silla. Ésta se movió de un lado para otro como burlándose ante su mirada incrédula. La silla no dejaba de moverse y la cabeza sangraba. Una sola pregunta nació de entre el terror: ¿Quién? Y la palabra interrogante se repitió sin sentido en su interior como fractal estúpido. La silla dejó de moverse pero decidió lanzarse hacia la pared opuesta. Había pasado un año desde la última visión. Tanto dolor, tanto placer. ¿Por qué volvía en el momento menos indicado, azotando las ventanas y su cabeza contra el suelo?
-Por favor- suplicó, pero no había… nadie. ¿Quién? El eco pareció alimentar el fuego que consumía su cordura, o lo que quedaba de ella.
El viento gritó en sus oídos palabras obscenas, ayuda e inducción al suicidio. El juez debía dictar sentencia: La muerte auto infringida. Ya no encontraba para qué seguir allí soportando todo el sufrimiento que ni siquiera era suyo, en primer lugar. Dolor heredado como propiedad que debe restaurarse porque se cae a pedazos. ¡No tenía sentido! Y el zumbido tan agudo le perforaba las sienes y le salía por los recovecos de los globos oculares, martilleando, trepanando con la claridad de un cincel amaestrado por el mismísimo Donatello. Un pequeño error de cálculo en el golpe al mármol de su cráneo y éste cayó fragmentado. Vio su cuerpo mutilado y, consciente, tomó un pedazo de hueso. Lo admiró desde su perspectiva absoluta y atormentada. Una miríada de escalofríos le subió por lo que había sido una médula espinal y lo sacudió sin piedad. Lo sacudió mil veces y otra más hasta que no soportó y se rebanó el cuello con un pedazo filoso de su mismo cráneo. Miró cómo la sangre bajó hasta su esternón y jugó con ella. La piel se le cayó a pedazos rápidos hasta quedar desnudo. Vanitas. Claridad e inconsciencia.
Sol en la cara. Mero sol, nada de calor matinal. Despertó a golpes de cafeína. Había conciliado el sueño a un lado de los trozos de cristal de un jarrón y el agua pútrida de las flores. Intentó recordar, nada. El viento soplaba, callado, más bien una brisa ligera. La silla única reposaba del otro lado del cuarto, las ventanas abiertas. El cuadro con fondo espectacular lo apremiaba a levantarse y continuar. Recogió los pinceles y exprimió un tubo de pintura. Dejó que se mano deslizara libre sin buenos resultados y lanzó el pincel hacia algún otro lado más útil. Tomó el óleo con tres dedos y con el pulgar, la trementina. Esparció el titanio con fervor imaginando un cráneo aplastado contra una silla, contra una nube. ¿Quién? Había reposado apenas unos segundos cuando recobró la consciencia. El sol se estaba ocultando.
Tenía la cara repleta de aceites y el cuadro le observaba complacido por el tratamiento. Había esbozado victoriosamente una figura humana entre blancos, verdes amarillentos y ocres. El fondo era un gran telón y el soliloquio estaba por comenzar. Miró el retrato, su pulcro fondo blanco y la cara blanqueándose de desgaste por tantos besos y tanto recordar. Si hubiera podido, hubiera muerto en su lugar, habría entregado el alma, habría cambiado sus más preciados hijos sobre lienzo (que era prácticamente lo mismo). El fotógrafo no hacía justicia al brillo de sus ojos. Llega un momento en que la pintura sobrepasa a la fotografía, captura la esencia y la eterniza si el pintor carga el pincel con sentimiento puro en lugar de pigmento.
La toma sólo enfocaba de sus hombros al horizonte por encima de su cabeza, lo lograba retratar sus níveos brazos, ni la gloria de sus piernas, mucho menos el viento congelado en su cintura. Lo mismo hubiera dado, tampoco hubiera podido capturarlo con éxito.
Pero el fotógrafo no la amaba como él. Él escribiría una oda, haría de su piel un cielo vivo, retornaría a los tiempos en que el sol calentaba su pelo y los envolvía. Éste se había escondido ya, y los puntitos brillaban, cicatrices de tercer grado en la piel celeste. Retomó el pincel y con él un poco de su elocuencia para con la vida. Pigmentos, el abanico, la fina punta de un par de pelos para los detalles interesantes. Besó el retrato una vez más y durmió en el sillón desde donde observaba el progreso. Antes de caer en la inconsciencia miró el reloj: Las tres de la mañana. Madrugaría para continuar.
Abrió los ojos y no pudo ver nada. Parpadeó un par de veces y pudo distinguir algunos muebles, apretó los párpados una vez más y divisó el lienzo. Miró el reloj, las tres de la mañana. ¿Había dormido un día entero o no había dormido en absoluto? Igual se sentía descansado para continuar. ¿Comer? Después. Aún había grasa suficiente pegada a sus huesos.
Perfiló el vestido. La copia no era su estilo, sin duda. La tela le quedaba muy brillosa o muy opaca, muy lisa o muy crispada. Optó por preguntarle a ella si le agradaba. Se sorprendió al percibir un levísimo susurro que decía “no”.
-Decide tú tu vestimenta, entonces, querida. Guía el pincel, porque yo ya no puedo con esta tela- le espetó al retrato.
Abandonó el vestido por un rato y se dedicó al rostro. Las luces y sombras alrededor de los ojos y la boca resultaron olivosas, cadavéricas. No le dio importancia, lo arreglaría después con un poco de blanco y sienta, tal vez algunos puntos de bermellón en las mejillas.
Para ese momento ella ya había decidido la tela y confección de su vestido y así se lo comunicó. Un pequeño estremecimiento, logró ignorarlo. Cuatro pinceles diferentes en la mano y uno era el decisivo, el que daría o no la textura deseada, la arruga necesaria, el brillo o la muerte. Otro estremecimiento. Miró el reloj y no pudo distinguir las manecillas.
-De nuevo- se resignó.
Un estremecimiento mayor lo tiró al suelo y le impidió levantarse; con la mejilla pegada a la madera imploró a todos los santos en los que no creía más que en crisis como ésa.
Miles de manos tocando las Variaciones de Schöenberg, cada una con un compás de diferencia. Sintió la ola de desesperación y angustia subir por su esófago y las tradujo en vómito sanguinolento. Indefenso ante todo sintió el aire en la espalda que lo levantó hasta el techo. Desde allí observó cómo ella recorría el cuarto, las hojas tocándole el cuerpo mientras caían convertidas en cristal. La tierra abriéndose a su paso. Él estiraba los brazos en un intento patético de tocarla una vez más mientras su cabeza se expandía como llena de helio, ansiosa  por explotar. La taquicardia. Los dedos convertidos en tenedores. Gritó su nombre y sólo agujas salieron de su boca. El asco y el terror se apoderaron de su organismo débil y convulso. Ella miraba el retrato y él la llamaba. En un último momento, ella giró la cabeza. Ya no hubo agujas y un grito perforó el alba. No tenía cara.
Despertó en el jardín, cubierto de hojarasca mojada de rocío. Entró y comprobó que el cuadro seguía allí y lo saludó cortésmente.