El Pintor (I Parte)

Author: Devendrah /

"No soy una buena razón para sacarte los ojos y, sin embargo, me gusta mirar cómo lo haces" -D.
No es necesario, pero es bueno: Béla Bártok - String Quartet No. 4, I-II



El lienzo blanco lo amenazó una vez más con su chillido malsano. El infinito lo miraba y se sintió tentado a no llevar a cabo el acto pero desistió de su cobardía. Vació el cenicero repleto en su mano y se talló la cara mientras observaba el retrato de fondo negro. Era más bella en persona y la fotografía no le hacía justicia.
La primera pincelada era como saltar al vacío. Era tan Da Vinci y tan Miguel Ángel disecando cada músculo desde la memoria.  Retratando un cadáver, asediándolo a caricias yertas. Los pies helados y la madrugada colándose por la ventana. La memoria fresca como recién enterrada, detallada como de pintor flamenco. La pincelada fatídica y el recuerdo del viejo amor. El vértigo. Interiormente se gritaba “No caigas” pero se lanzó por voluntad propia. Sus ojos esperando en el fondo del abismo, allá donde no hay tanta obscuridad y la lluvia golpea los cristales implorando rozar su tersa piel.
Desde que ella murió había decidido no contratar modelo alguna. Los moldes perduraban en el fondo de su lóbulo izquierdo, intactos, como si le hubiera arrancado la esencia al cadáver antes de enterrarlo entre flores. Era hermosa, aún muerta seguía siéndolo, con su sangre estancada en las arterias y los ojos vueltos a la nada, seguía siendo hermosa.
Había completado un fondo tenebrista siguiendo el ritmo de sus cavilaciones. Sabía exactamente de dónde provendría la luz. Miró el retrato y una brisa intempestuosa abrió la ventana para llevarle un escalofrío. Se sentó lejos para admirar el avance. Tan perfecto, el escenario de la obra quiromante que combinaba todas las artes. Pintando muertos para revivir memorias.
Un rayo seguido de un sinnúmero de pasos ligeros que inundaron la calle y ahogaron los quejidos de los vagabundos de los portales. De momento volvió la desesperación enfermiza y la ansiedad arqueó su espalda como poseyéndolo.
-No de nuevo- suspiró.
Estaba atrapado entre esas paredes con el tamaño justo para lapidarlo. Otro ataque. Se golpeó el hombro contra la mesa y la cabeza con la esquina de la silla. Ésta se movió de un lado para otro como burlándose ante su mirada incrédula. La silla no dejaba de moverse y la cabeza sangraba. Una sola pregunta nació de entre el terror: ¿Quién? Y la palabra interrogante se repitió sin sentido en su interior como fractal estúpido. La silla dejó de moverse pero decidió lanzarse hacia la pared opuesta. Había pasado un año desde la última visión. Tanto dolor, tanto placer. ¿Por qué volvía en el momento menos indicado, azotando las ventanas y su cabeza contra el suelo?
-Por favor- suplicó, pero no había… nadie. ¿Quién? El eco pareció alimentar el fuego que consumía su cordura, o lo que quedaba de ella.
El viento gritó en sus oídos palabras obscenas, ayuda e inducción al suicidio. El juez debía dictar sentencia: La muerte auto infringida. Ya no encontraba para qué seguir allí soportando todo el sufrimiento que ni siquiera era suyo, en primer lugar. Dolor heredado como propiedad que debe restaurarse porque se cae a pedazos. ¡No tenía sentido! Y el zumbido tan agudo le perforaba las sienes y le salía por los recovecos de los globos oculares, martilleando, trepanando con la claridad de un cincel amaestrado por el mismísimo Donatello. Un pequeño error de cálculo en el golpe al mármol de su cráneo y éste cayó fragmentado. Vio su cuerpo mutilado y, consciente, tomó un pedazo de hueso. Lo admiró desde su perspectiva absoluta y atormentada. Una miríada de escalofríos le subió por lo que había sido una médula espinal y lo sacudió sin piedad. Lo sacudió mil veces y otra más hasta que no soportó y se rebanó el cuello con un pedazo filoso de su mismo cráneo. Miró cómo la sangre bajó hasta su esternón y jugó con ella. La piel se le cayó a pedazos rápidos hasta quedar desnudo. Vanitas. Claridad e inconsciencia.
Sol en la cara. Mero sol, nada de calor matinal. Despertó a golpes de cafeína. Había conciliado el sueño a un lado de los trozos de cristal de un jarrón y el agua pútrida de las flores. Intentó recordar, nada. El viento soplaba, callado, más bien una brisa ligera. La silla única reposaba del otro lado del cuarto, las ventanas abiertas. El cuadro con fondo espectacular lo apremiaba a levantarse y continuar. Recogió los pinceles y exprimió un tubo de pintura. Dejó que se mano deslizara libre sin buenos resultados y lanzó el pincel hacia algún otro lado más útil. Tomó el óleo con tres dedos y con el pulgar, la trementina. Esparció el titanio con fervor imaginando un cráneo aplastado contra una silla, contra una nube. ¿Quién? Había reposado apenas unos segundos cuando recobró la consciencia. El sol se estaba ocultando.
Tenía la cara repleta de aceites y el cuadro le observaba complacido por el tratamiento. Había esbozado victoriosamente una figura humana entre blancos, verdes amarillentos y ocres. El fondo era un gran telón y el soliloquio estaba por comenzar. Miró el retrato, su pulcro fondo blanco y la cara blanqueándose de desgaste por tantos besos y tanto recordar. Si hubiera podido, hubiera muerto en su lugar, habría entregado el alma, habría cambiado sus más preciados hijos sobre lienzo (que era prácticamente lo mismo). El fotógrafo no hacía justicia al brillo de sus ojos. Llega un momento en que la pintura sobrepasa a la fotografía, captura la esencia y la eterniza si el pintor carga el pincel con sentimiento puro en lugar de pigmento.
La toma sólo enfocaba de sus hombros al horizonte por encima de su cabeza, lo lograba retratar sus níveos brazos, ni la gloria de sus piernas, mucho menos el viento congelado en su cintura. Lo mismo hubiera dado, tampoco hubiera podido capturarlo con éxito.
Pero el fotógrafo no la amaba como él. Él escribiría una oda, haría de su piel un cielo vivo, retornaría a los tiempos en que el sol calentaba su pelo y los envolvía. Éste se había escondido ya, y los puntitos brillaban, cicatrices de tercer grado en la piel celeste. Retomó el pincel y con él un poco de su elocuencia para con la vida. Pigmentos, el abanico, la fina punta de un par de pelos para los detalles interesantes. Besó el retrato una vez más y durmió en el sillón desde donde observaba el progreso. Antes de caer en la inconsciencia miró el reloj: Las tres de la mañana. Madrugaría para continuar.
Abrió los ojos y no pudo ver nada. Parpadeó un par de veces y pudo distinguir algunos muebles, apretó los párpados una vez más y divisó el lienzo. Miró el reloj, las tres de la mañana. ¿Había dormido un día entero o no había dormido en absoluto? Igual se sentía descansado para continuar. ¿Comer? Después. Aún había grasa suficiente pegada a sus huesos.
Perfiló el vestido. La copia no era su estilo, sin duda. La tela le quedaba muy brillosa o muy opaca, muy lisa o muy crispada. Optó por preguntarle a ella si le agradaba. Se sorprendió al percibir un levísimo susurro que decía “no”.
-Decide tú tu vestimenta, entonces, querida. Guía el pincel, porque yo ya no puedo con esta tela- le espetó al retrato.
Abandonó el vestido por un rato y se dedicó al rostro. Las luces y sombras alrededor de los ojos y la boca resultaron olivosas, cadavéricas. No le dio importancia, lo arreglaría después con un poco de blanco y sienta, tal vez algunos puntos de bermellón en las mejillas.
Para ese momento ella ya había decidido la tela y confección de su vestido y así se lo comunicó. Un pequeño estremecimiento, logró ignorarlo. Cuatro pinceles diferentes en la mano y uno era el decisivo, el que daría o no la textura deseada, la arruga necesaria, el brillo o la muerte. Otro estremecimiento. Miró el reloj y no pudo distinguir las manecillas.
-De nuevo- se resignó.
Un estremecimiento mayor lo tiró al suelo y le impidió levantarse; con la mejilla pegada a la madera imploró a todos los santos en los que no creía más que en crisis como ésa.
Miles de manos tocando las Variaciones de Schöenberg, cada una con un compás de diferencia. Sintió la ola de desesperación y angustia subir por su esófago y las tradujo en vómito sanguinolento. Indefenso ante todo sintió el aire en la espalda que lo levantó hasta el techo. Desde allí observó cómo ella recorría el cuarto, las hojas tocándole el cuerpo mientras caían convertidas en cristal. La tierra abriéndose a su paso. Él estiraba los brazos en un intento patético de tocarla una vez más mientras su cabeza se expandía como llena de helio, ansiosa  por explotar. La taquicardia. Los dedos convertidos en tenedores. Gritó su nombre y sólo agujas salieron de su boca. El asco y el terror se apoderaron de su organismo débil y convulso. Ella miraba el retrato y él la llamaba. En un último momento, ella giró la cabeza. Ya no hubo agujas y un grito perforó el alba. No tenía cara.
Despertó en el jardín, cubierto de hojarasca mojada de rocío. Entró y comprobó que el cuadro seguía allí y lo saludó cortésmente.