"On pourrait questionner ses larmes, parce que sa bouche ne parle que mensonges." -D.
Lamió la palma de su mano izquierda y encontró rastros de
sabor a quemado y hierbas finas. Tan interesante como un bebé recién nacido
entre cabezas de pescado junto al Cimitiérre des Innocents, como un Oliver
Twist que no sufre, como el penúltimo azote después de mil. Miró el cielo que
bajaba con parsimonia, las nubes queriendo engullirle. La extrañaba tanto… pero
no lloraba, vomitaba lágrimas de sangre espiritual por los ojos. Sentía un
líquido correr dentro de su ser, como si todo él estuviera hueco y hubiera dado
vuelta a sus ojos para observar el interior que goteaba, como su paleta repleta
de combinaciones virulentas, de colores imposibles, poco naturales. Goteaba
como el óleo reducido a casi nada con aguarrás excesivo. Goteaba coágulos de él
mismo, pero aún no sabía si lo hacía sólo adentro o los seguía exteriorizando.
El sol le lamió la piel de las manos y decidió entrar a la casa. El lienzo
observaba desde la ventana, pidiendo a gritos una prótesis.
Besó el retrato, como siempre. La admiró a medias en la
fotografía y completamente en la luz de su memoria. El vestido horrible, medio desgastado,
diferente. Miró los ojos. No era así como los recordaba, en su mente tenían más
vida, en la vida tenían más vida.
-Cariño, no sé pintar tus ojos- le confesó dolido- No puedo dar a luz semejante cosa con tan
sólo pigmentos.
El viento cercenó el calor de su piel y le entregó la
visión. El vestido de la pintura, elegido por ella misma, ondulante sobre su
cuerpo. Los brazos extendidos invitándolo al abrazo mortal.
-No. Aún no- se esfumó al contacto de las yemas de sus
dedos.
Sostuvo la paleta. El reloj. Las cuatro de la madrugada. No
era la hora fatídica de siempre, los ataques se habían aplazado por fin. Arañó
en silencio la tela por algunas horas más hasta que se quedó dormido sobre la
caja de pinturas.
En el sueño se veía inmerso en un lago tranquilo, lleno de
peces de colores. El sol ¿poniéndose o despertándose? Una barca de madera en el
centro del lago, una sombrilla abierta dentro de ella. Se acercó dando vueltas
debajo del agua, podría respirar. Era un pez, una salmodia de inconsciencia
feliz, de tranquilidad momentánea. Jugó con las burbujas y las algas mientras
se dirigía hacia la embarcación, se topó con tesoros hundidos y recogió de
entre ellos una pulsera de oro destinada a la dueña de la sombrilla; la de la
faz velada, de los hombros desnudos y el cabello ondulante color tabaco. Estaba
a punto de alcanzar la superficie cuando algo le detuvo, nada físico, un
presentimiento de que olvidaba algo. Regresó y revisó entre los collares y las
copas de oro. Un pequeño carrusel de oro y piedras comenzó a girar y
desprendióse de él una melodía extraña, hipnotizante, macabra. Giró cada vez
más de prisa aumentando el vértigo que sentía el anfibio. Un alga ató su pie
derecho y una espada tapizada de esmeraldas le clavó el izquierdo a las rocas.
Ahora no podía respirar bajo el agua y sintió la presión de ésta contra las
costillas, los oídos y el lóbulo parietal. La desesperación de nuevo, había
conseguido colarse entre sus sueños. El ataque lo hizo despertar de súbito para
darse cuenta de que flotaba en el centro de la habitación mientras todo daba
vueltas a su alrededor con una velocidad incalculable. La misma música del
carrusel, el mismo asco extraño hacia toda la dulzura del juego y lo que
representaba, la vida encerrada en la metáfora de un carrusel maldito. La
imposibilidad de moverse lejos, el alga y la espada aún en sus pies, aunque
invisibles, férreas. Las manos tan heladas que le era impensable moverlas,
crispar los dedos parecía un acto suicida. El aire de nuevo, lleno de gotas
gruesas que le lastimaban sólo los ojos. Nada.

Una mancha negruzca cubrió el huevo sobre el cuello de la
pintura, el cabello de nido sin urracas, un nudo de plumas de cuervo.
-Péiname-
Acarició el óleo con el pincel, alisando cada hebra de sol.
-¿De verdad quieres que lo deje así?
-Péiname- le dijo en un hilo –Haz lo que tú quieras.
Un dedo le recorrió la espalda y le provocó un escalofrío
-Cariño…- le exhaló el aire en la cara. El mismo aliento
dulce de naranja, la misma fragancia de vainilla.
Pintó con los ojos cerrados y el retrato calvo y preso en el
cristal observó complacido. Exprimió decenas de tubos, empalmó manchas sobre
manchas, suavizó la piel del rostro y las manos del cadáver cambiaban con
destreza de pincel.
Un pliegue erróneo del vestido, una arruga de más. Más
pintura y un poco más de trementina. Miró el vómito aceitoso de colores en la
paleta y se sumergió en él, se sintió cerúleo y oliva, titanio y siena. Corrió
entre sus propios dedos enredándose entre las crestas de pigmento seco.
Cuando por fin levantó la vista y observó el lienzo quedó
petrificado. La figura excelsa presidía el cuarto, su escultura de mármol sin
relieve. Tan perfecta, tan pura, tan ciega. No tenía ojos.
La boca estaba curvada en el mismo susurro que le había
soplado el viento, las uñas que le castigaron el rostro permanecían apacibles
sobre los dedos, el velo de la tela extraña imponía. La silueta castigaba, pero
no miraba.

El sol estaba a la mitad de su recorrido cuando creyó mover
la mano. Sus irises se movieron desesperados sabiendo que era lo único que
podían hacer. La paleta con la pintura ¿Dónde? Estaba en la azotea, cuchillo en
mano. Un charco de sangre rodeábalo formando un círculo perfecto. En una
esquina del tejado había una vela y un cuervo devoraba el cadáver de un gato en
la opuesta. La mano cercenada le atormentaba como si tuviera un agujero por
hurgarla con un picahielo, carne molida y cruda en los bordes. Tres mariposas
pasaron ante él.
-Cariño mío…
Parpadeó y se halló de nuevo frente al cuadro, pinceles en
mano y con la espalda dolorida como si hubiese estado agachado detallando mil
horas. Miró de pronto el vestido que con esmero le había escogido y planchado
sobre el cuerpo y le pareció una mortaja, una Camille Monet en su lecho de
muerte, con el rostro encogido, la momia de Nefertiti atrapada en los lentes
sucios de Luis Leroy.
El aliento de naranja lo rodeó una vez más con su
frescura, sabía que no podría resistir mucho al nuevo ataque. Había prometido
no sacar la cajita del arcón pero… el escalofrío. Debía cumplir la promesa que
había exigido en articulo mortis su amor.