"Liberté, egalité, fraternité" Devise de la République Francaise.
Decidí que les contaría todo. Absolutamente todo. Les llamé
y les pedí que nos reuniéramos en el lugar de siempre, cercano a nosotros, con
precios accesibles y cerveza a montones. El humo de los cigarrillos iba
metiéndosenos en los ojos y salía de nuestras bocas ya como si nosotros mismos
hubiésemos fumado. Aún no encendíamos los cigarros propios y ya sentíamos los
pulmones henchidos de nicotina.
Las bancas de madera aplastaban nuestras nalgas de manera
inclemente, pero entre más alcohol ingeríamos más suaves se volvían hasta que
vimos el tugurio transformado en el antro de más caché de la ciudad. Mesas de
cristal con tragos de colores, luces de neón y láseres, chicas guapas en
minifalda brillosa y entallada con sus más altos tacones para no poder más que
bailar en un solo lugar, moviendo los brazos y tocándose el pelo. A mi lado
había una de ellas con sus amigas, sostenían las cervezas en lo alto, como
esperando que llegara un pájaro y bebiera de ellas. Las chicas de los antros de
mala muerte son siempre como las fuentes del Olimpo, borrosas como ellas
mismas, Afroditas de látex con pastillas azules en la laringe. Agitaban los
brazos, buscando un avión cuyo aterrizaje dirigir, jalaban mechones de cabello
para provocar y abrían las bocas en espera de un amante furtivo, ebrio y
sensual. Una de ellas se acercó tambaleándose a pedir un encendedor, en el
camino tiró la mitad del contenido de su vaso y se agachó unos segundos a
mirarlo, dejando a la vista su espalda entera. La blusa que usaba era de
lentejuelas rosas y sólo le cubría el torso, anudándose con un hilo
microscópico en la parte de atrás. Con esfuerzos inhumanos llegó a nuestra mesa
y descubrió que había perdido el cigarrillo en el trayecto, me compadecí de ella
y le ofrecí uno de los míos, a lo que respondió “No fumo, gracias”. Me encogí
de hombros y continué charlando con mis compañeros, pero tocó mi hombro y me
preguntó por alguien, un nombre impronunciable o mal pronunciado debido a su
embriaguez. Le respondí con naturalidad que se encontraba en el baño y que
esperaba que fuera a buscarle, y ella partió dando tumbos contra la gente y las
paredes. No supe qué resultó de la travesía de la chica de la blusa de
lentejuelas rosas, nunca la miré volver.
Volví a la plática con lentejuelas rosas en los ojos y ni un
solo cigarrillo en el bolsillo. Quedaba media botella de cerveza y la apuré con
los ojos abiertos. El resto seguía hablando y riendo, como si la noche fuera
totalmente suya y las luces verdes no les perforara la piel como a mí, como si
no se derritieran como yo. Algunas veces, cuando me estoy quedando dormido,
siento cómo mi cuerpo va derritiéndose y expandiéndose por la cama, cómo inunda
la habitación y sólo quedan de mí los ojos y el esqueleto. De pronto, mi
esqueleto se levanta y mete la mano en mi yo derretido, como si comprobase la
tibieza del agua de una piscina, como si meditara sobre si es la temperatura
ideal para meterse a la tina de baño, y decide no hacerlo. En su lugar,
emprende el vuelo y recorre la ciudad disfrazado de nube, mira salir la Luna de
entre un horizonte esponjoso y negro, roza los árboles y los que escuchan las
hojas chocar creen que es sólo el viento. Mientras duerme mi cuerpo deshecho,
esparcido por los rincones de mi habitación, se evapora y muere un poco más.
Luego regresa mi osamenta y encuentra la temperatura perfecta para darse un
baño, entonces se enjabona con uno de sus ojos y se va lavando poco a poco
todos los sueños que tuvo alguna vez, se enjuaga con mi ser licuado del suelo y
de pronto abro los ojos para observar mis manos: están completas aún. Y la luz
verde del bar las hace ver extrañas e inquietas. Todos siguen hablando, siempre
hablando de las mismas cosas, las mismas personas, los mismos besos y las
mismas manos curiosas. Ríen. Rien à dire.
Su conversación estaba totalmente basada en frases para romper el hielo y
no fue difícil volver a entrar en ella, aunque no fuera lo que más quisiera en
el mundo. La chica de la blusa de lentejuelas había muerto, quizás, abrazada a
la taza del baño de hombres. Sobredosis. La realidad siempre es demasiado
horrible para soportarla, posiblemente ni siquiera se había dado cuenta de lo
insoportable que se le había vuelto la vida y sólo lo llamó cariñosamente
“depresión”.

Uno de ellos volteó a verme e intentó comenzar una plática
conmigo, me desagradaba su boca escupiendo a causa del exceso de alcohol
ingerido, pero más aún su conversación. Comenzó hablando de cine, sintiéndose
un gran conocedor del cine francés y
hablando de lo espléndida que le parecía Le
fabuleux destin d’Amélie Poulin y Paris,
je t’aime. Me parecía normal hasta ese punto, todos hacen lo mismo. Sonreí
y asentí con la cabeza, no abrí la boca en media hora. Llevar una plática a
base de sonrisas y asentimientos parece sencillo, pero cuando estás en
desacuerdo se torna difícil, y cuando el idiota te explica cómo La metamorfosis de Kafka se parece mucho
a La mosca de David Cronenberg (esa
cosa extraña de ciencia ficción de los ochenta) piensas “por supuesto, es
absolutamente comparable. Así como Presunto
culpable es casi una versión cinematográfica de El proceso, también de Kafka. Este hombre debería recibir un
Pultizer, debería ser canonizado, debería aparecer en a revista Time”. Entonces
sacas el revólver que compraste expresamente para esta situación y dejas que la
ira haga ebullir tu cerebro, y antes de cometer cualquier acto imprudente te
levantas, lo dejas hablando solo y vas al baño. Te lavas la cara, te miras en
el espejo y sabes que no podrás evitarlo, ese hombre se ha condenado. Su
imbecilidad, su esnobismo, su mera existencia estorba en la mesa o el mundo.
Pero a fin de cuentas la mesa repleta es su mundo en el momento, su vida se
reduce al consumo de bebidas alcohólicas, drogas y sexo. Qué más da si muere en
la mesa, en la calle o en un lecho de rosas.
Salí del baño con la camisa empapada y me senté de nuevo,
los observé a todos y reí de nuevo. Algún gesto en específico debí hacer para
que todos me prestasen atención, levanté mi vaso y brindé por cualquier cosa.
Todos aplaudieron la idea y, mientras bebían, comencé.
“Todos ustedes, amigos míos, deben saber que hoy les pedí
que vinieran porque era necesario que les expresara el profundo sentimiento que
siento hacia ustedes. En lugar de citarlos en un café los cité aquí, para
evitar lo impersonal de lo que estoy a punto de hacer”. Para este punto, todos
habían guardado silencio y me miraban atentos. Alcé de nuevo mi vaso y todos
junto conmigo, “Salud” con la otra mano empuñé el S&W 60 y le apunté al
primero. Disparé. “Por su hipocresía y mi odio. ¡Salud!” Miré la sangre correr
por su mejilla y sonreí un poco más. ¡Otro brindis! Una chica que hace algunos
meses me rechazó intentó correr a la puerta y una bala en la espalda detuvo su
marcha. Su negativa me detuvo a mí antes, estamos a mano. Su novio se abalanzó
sobre el cadáver, llorando y ahí fue más sencillo dar en el blanco de su camisa
sudada. “La muerte es el comienzo de la
inmortalidad. ¿No quieren ser inmortales?” grité, eufórico. Disparé aún más
rápido y me pareció grandiosa la ley de la física que permitió que los cuerpos
no cayeran deslizándose al suelo, si no que se inclinaran sobre la mesa y
derramaran la cerveza sobrante. Vidrio, cerveza y sangre. El resto de la gente
continuaba bailando en la pista, sólo un mesero se acercó. Comenzó a limpiar la
sangre con gesto cansado y llamó a un compañero, que barrió rápidamente los
pedazos de vidrio. “Les ofrezco una disculpa por la indisposición de mis
compañeros para pagar la cuenta, pero puedo dejarles mi revólver”. Aceptaron
gustosos.
Salí tranquilo del bar y compré un refresco. Me lo he bebido
todo ya, pero la chica de la blusa de lentejuelas acaba de salir y me ha
reconocido. La blusa va cayéndosele y yo le sonrío. Tiene un cigarrillo en la
mano y yo aún tengo encendedor.
Imágenes:
Grosz, George. Metropolis. 1917.
Grosz, George. Wild West. 1916.
Grosz, George. Lovesick. 1916.